El próximo jueves, 14 de octubre, proyectamos en la Casa Municipal de Cultura “El Concierto”, de Radu Mihaileanu, en sesiones de 6 y 8´30 de la tarde, con la localidad a 3´50 euros.
Adjuntamos la sinopsis de la película facilitada por la distribuidora, el comentario de Valentín Terrazas que editaremos como ficha, y una reproducción del cartel.
Un abrazo, y hasta el jueves. Asociación Otrosojos
Dirección: Radu Mihaileanu
Guión: Radu Mihaileanu, Alain Michel Blanc
Intérpretes: Alexei Guskov, Mélanie Laurent, Dimitri Nazarov, François Berleand
Francia, Italia, Rumania, Bélgica, 2009 - 119 min.
Todos los públicos
SINOPSIS
Andreï Filipov fue un prodigio, el celebrado director de la Orquesta del Bolshoi, la más grande de Rusia. Hoy, a los 50 años, aún trabaja en el Bolshoi, pero de limpiador. Durante la era comunista, fue despedido en la cima de su éxito por negarse a despedir a sus músicos judíos. Pero Andreï encuentra un fax, una invitación para que el Bolshoi toque en el Théàtre du Chátelet, en París, como sustituto de última hora de la Filarmónica de San Francisco. Y Andreï concibe una loca idea...
Un optimista desesperado
Hay algo infinitamente trágico en el cine de Mihaileanu, empapado por otra parte de un humor surreal tan próximo al de Kusturica. Pero, ¿cómo obviar ese componente dramático si -como en su caso- se pretende indagar en distintos episodios de la historia judía?, ¿y cómo renunciar a uno de los rasgos más característicos de su pueblo y su cultura: la capacidad a menudo inaudita de burlarse de un complejísimo destino?.
Como en sus anteriores películas estrenadas en nuestro país e incluidas en la programación de “Otrosojos” -El tren de la vida (1998) y Vete y vive (2005)-, El concierto (2009) comparte esos rasgos, burla y drama, junto a un tercero también determinante: la voluntad de resistir, de sobreponerse a la agresión de los poderosos. Una voluntad que se traduce, en cada uno de sus trabajos, en la necesidad de “reinventarse”, de fraguar una simulación, personal o colectiva, que permita sobrevivir, construyendo de hecho una forma de “justicia poética”, aquella que Radu Mihaileanu reivindica como un derecho de los débiles.
Así, en El tren..., Schlomo, el loco de una aldea de Europa Central, convencerá en una noche de 1941 a sus aterrorizados vecinos de que, para esquivar las deportaciones masivas a campos de concentración nazis, habrán de suplantar al ejército ocupante para “autodeportarse” a un territorio seguro. Otro Schlomo deberá, en Vete y ..., aparentar ser judío y huérfano para huir de la hambruna que asoló en 1984 buena parte del continente africano y conseguir el traslado a Israel en el contingente de los falashas etíopes. Finalmente, en El concierto toda una tropa de músicos desterrados durante décadas de una profesión que era su pasión, su patria y su razón de vivir, tendrán que usurpar el papel de aquellos que los desplazaron.
Como en La vida es bella, de Roberto Benigni -autor al que Mihaileanu llegó a ofrecer el papel protagonista de El tren de la vida-, los personajes del cineasta rumano han de optar por la simulación como recurso para sobrevivir, real o simbólicamente, a la violencia de aquello o aquel más fuerte. Cada una de sus películas reivindica a quien sufre los acontecimientos, a quien ha de esforzarse para esquivar la marea de los tiempos. Y lo hace desde el afecto más tierno hacia esos seres de a pie que pueblan su cine.
¿Cómo no reconocer en su obra su propia historia personal, la de un judío hijo del comunista y periodista Mordechaï Buchman, quien, tras abandonar los campos de trabajo alemanes, hubo de cambiar su nombre por el de Ion Mihaileanu, camuflándose así en la población rumana?, ¿cómo no entender como un acto de revancha su primer largometraje, Traicionar (1993), en el que un escritor disidente ha de pactar con el régimen para recuperar la libertad y el trabajo?... ¿Cómo, en fin, no agradecer a quien se define como “un desesperado muy optimista” el gesto de haber cerrado su relato de desventuras con la belleza desbordante de la pieza Op. 35 para violín y orquesta de Tchaikovsky?
Valentín Terrazas
Como en sus anteriores películas estrenadas en nuestro país e incluidas en la programación de “Otrosojos” -El tren de la vida (1998) y Vete y vive (2005)-, El concierto (2009) comparte esos rasgos, burla y drama, junto a un tercero también determinante: la voluntad de resistir, de sobreponerse a la agresión de los poderosos. Una voluntad que se traduce, en cada uno de sus trabajos, en la necesidad de “reinventarse”, de fraguar una simulación, personal o colectiva, que permita sobrevivir, construyendo de hecho una forma de “justicia poética”, aquella que Radu Mihaileanu reivindica como un derecho de los débiles.
Así, en El tren..., Schlomo, el loco de una aldea de Europa Central, convencerá en una noche de 1941 a sus aterrorizados vecinos de que, para esquivar las deportaciones masivas a campos de concentración nazis, habrán de suplantar al ejército ocupante para “autodeportarse” a un territorio seguro. Otro Schlomo deberá, en Vete y ..., aparentar ser judío y huérfano para huir de la hambruna que asoló en 1984 buena parte del continente africano y conseguir el traslado a Israel en el contingente de los falashas etíopes. Finalmente, en El concierto toda una tropa de músicos desterrados durante décadas de una profesión que era su pasión, su patria y su razón de vivir, tendrán que usurpar el papel de aquellos que los desplazaron.
Como en La vida es bella, de Roberto Benigni -autor al que Mihaileanu llegó a ofrecer el papel protagonista de El tren de la vida-, los personajes del cineasta rumano han de optar por la simulación como recurso para sobrevivir, real o simbólicamente, a la violencia de aquello o aquel más fuerte. Cada una de sus películas reivindica a quien sufre los acontecimientos, a quien ha de esforzarse para esquivar la marea de los tiempos. Y lo hace desde el afecto más tierno hacia esos seres de a pie que pueblan su cine.
¿Cómo no reconocer en su obra su propia historia personal, la de un judío hijo del comunista y periodista Mordechaï Buchman, quien, tras abandonar los campos de trabajo alemanes, hubo de cambiar su nombre por el de Ion Mihaileanu, camuflándose así en la población rumana?, ¿cómo no entender como un acto de revancha su primer largometraje, Traicionar (1993), en el que un escritor disidente ha de pactar con el régimen para recuperar la libertad y el trabajo?... ¿Cómo, en fin, no agradecer a quien se define como “un desesperado muy optimista” el gesto de haber cerrado su relato de desventuras con la belleza desbordante de la pieza Op. 35 para violín y orquesta de Tchaikovsky?
Valentín Terrazas
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